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jueves, 11 de octubre de 2012

Cien mejor que uno



Llegué al libro de Surowiecki después de la lectura de Socionomía de Dolors Reig. Lo que tal vez buscaba en él era toda una serie de estrategias, sumamente agudas y perspicaces, que me ayudaran a comprender de qué modo actúan los grupos y, al tiempo, aprender qué hacer para que las actuaciones de los grupos resulten más inteligentes. Bien, pues me temo que ni lo uno ni lo otro. 
En buena medida creo que esto ha sido así porque he realizado una lectura muy superficial de la obra de James (seguro que no se lo merece). Ya se sabe, lo leí en la cama, en el parque mientras mi hija jugaba con sus amiguitas, en la oficina de empleo mientras aguardaba mi turno... En fin, de todas aquellas formas y maneras en las que uno no debe leer un libro si pretende enterarse medianamente de su contenido. Sin embargo, y asumiendo completamente la parte de culpa que me corresponde, creo que el propio libro tiene también alguna responsabilidad en todo esto.
Veamos. A mí me ha quedado bastante claro que el señor James considera que las decisiones que pueden llegar a tomar un grupo, pongamos que lo suficientemente numeroso, heterogéneo, independiente y descentralizado, tienen muchas probabilidades de mostrarse más inteligentes que las que puede tomar, por decir algo, un servidor. Esto será así, al menos, si nos enfrentamos a tres tipos de problemas concretos: problemas cognitivos, problemas de coordinación y problemas de cooperación. Los problemas pertenecientes al primer tipo son aquellos para los que es posible llegar a una solución definitiva, según explica el propio autor. Lógicamente estos serán los que se podrán resolver con mayor probabilidad de éxito (es difícil resolver un problema para el cual contamos con varias soluciones y sentirse plenamente satisfecho) y donde los grupos se muestran más inteligentes (obviamente porque su inteligencia es demostrable empíricamente). Los llamados problemas de coordinación son aquellos que pretender hallar el modo de coordinar el comportamiento de unos sujetos con respecto a otros de tal manera que todos ellos puedan hacer, básicamente, lo mismo al mismo tiempo. Estos problemas resultan, desde luego, más complejos y las multitudes tienen mayores dificultades a la hora de encontrar soluciones satisfactorias a los mismos (o por lo menos resulta más complejo determinar inequívocamente que la solución a la que llega la multitud es satisfactoria). Aún así, según este autor, las multitudes lo hacen, aunque sea en laboratorios o en aquellas circunstancias en las que pequeñas variables como el egoísmo, el instinto, la avaricia y otros múltiples factores intrínsecamente humanos carecen de importancia. Por último, en los problemas de cooperación, la dificultad estriba en que los sujetos dejen a parte sus egos y trabajen juntos para alcanzar un fin concreto de manera eficiente.
Dejemos a un lado que los problemas que plantea el autor son sustancialmente distintos. Dos de ellos son de tipo social y propios de los grupos mientras el otro es general. Obviemos también que en muchas ocasiones, cuando los grupos no se han mostrado inteligentes, han entrado en juego características individuales de los seres que los conforman pero que, paradójicamente, son tan comunes que bien podríamos calificarlas simplemente de humanas. Olvidemos la ideología neoliberal que se esconde tras la concepción del mercado.  No importa demasiado que el texto fuera escrito en el 2005 (que interesante sería hablar de las inteligencias de los mercados ahora, y que esclarecedores resultarían al respecto los asépticos experimentos de los profesores de Harvard). Todo esto resulta más bien confuso y sé que mi perspectiva se encuentra viciada por las circunstancias y mis personales opiniones. Lo peor de todo, lo que hace a este libro culpable de que yo no haya sido capaz de leerlo con la debida atención y respeto, es que está lleno de anécdotas, de un conjunto de casuística, en ocasiones vacua, que pretende demostrar ora que los grupos son muy listos, ora que los grupos son muy tontos y todo sobre el principio perogrullesco de que la gente es gente. 
No obstante, debo confesarme que soy bastante injusto. En esto alguna culpa tiene, como he dicho, la ideología. Y creo que hablando de estas cosas la ideología puede llegar a convertirse en una algo muy feo. 
El libro ciertamente propone una idea interesante. Las multitudes pueden ser inteligentes si se dan las circunstancias y es cuestión de procurar que esas circunstancias se cumplan. Es necesario ver un poco más allá de la presunta infalibilidad de los mercados y otorgarle una posibilidad a las multitudes en otros ámbitos, al menos en los que sea posible prescindir de las pasiones individuales, o en los que estas pasiones sean domesticables sin que ello suponga un menoscabo.

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